Las cosas por su nombre

Por Ramón Alfonso Sallard

A reserva de leer y analizar en detalle, durante los próximos días y semanas, las 20 reformas –18 constitucionales y 2 legales– propuestas por el presidente Andrés Manuel López Obrador, hay una que merece ser abordada de inicio porque su eventual aprobación significaría honrar la palabra empeñada y cumplir con un acuerdo de Estado que fue vulnerado sin el menor decoro por el expresidente Ernesto Zedillo: la reforma en materia indígena.

De manera sorpresiva, AMLO planteó en primer lugar de su paquete de modificaciones constitucionales y legales el reconocimiento de los pueblos originarios y afromexicanos como sujetos de derecho público, parte medular de los Acuerdos de San Andrés Larráinzar, Chiapas, firmados por el gobierno mexicano y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional el 16 de febrero de 1996.

A pesar de ser un acuerdo de Estado, la administración zedillista se negó a cumplir lo pactado. Lo hizo, inclusive, violando el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), ratificado por México, que obligaba a nuestro país a reconocer plenamente los derechos de los pueblos indígenas. En 1991 se había dado un primer paso, insuficiente, en ese camino. Se modificó entonces el artículo 4o. constitucional en los siguientes términos:

“La Nación Mexicana tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas. La ley protegerá y promoverá el desarrollo de las lenguas, culturas, usos, costumbres, recursos y formas específicas de organización social y garantizará a sus integrantes el efectivo acceso a la jurisdicción del Estado.”

En la forma, el régimen priista ratificó el Convenio con la OIT, pero en los hechos no hubo un compromiso real, como se demostraría tiempo después con el incumplimiento de los Acuerdos de San Andrés Larráinzar. El gobierno mexicano se retractó de su firma aduciendo que no podía aceptar que los pueblos indígenas fuesen sujetos de derecho público, porque, al hacerlo, tendría que admitir también sus derechos colectivos; solamente estaba dispuesto a reconocer sus derechos en lo individual. ¿La justificación? Algunos puntos del acuerdo eran contrarios a lo que establecía la Constitución. Parece un argumento conocido y actual, pero fue esgrimido hace casi 30 años.

En noviembre de 1996, la Comisión para la Concordia y Pacificación de Chiapas (Cocopa), integrada por legisladores de todos los partidos polítocos –incluido el PAN– elaboró una propuesta de modificación a varios artículos de la Constitución, a fin de reconocer los derechos de los pueblos indígenas y dar cumplimiento no sólo a los acuerdos de San Andrés, sino también al convenio 169 de la OIT ratificado por México, en el cual se basaron muchos puntos de lo acordado con el EZLN.

Los zapatistas aceptaron la propuesta. El gobierno mexicano, por su parte, pidió quince días para consultar a especialistas en materia constitucional. La respuesta fue negativa. El presidente de la República presentó una contrapropuesta, que se alejaba por completo del espíritu de los Acuerdos de San Andrés y del Convenio 169 de la OIT. Las negociaciones se rompieron y cesó todo contacto entre las partes.

En diciembre de 1997 ocurrió la matanza de Acteal (tema de otra entrega), lo cual profundizó la ruptura. Después, el PRI perdió las elecciones presidenciales de julio de 2000. Ernesto Zedillo le entregó el poder al panista Vicente Fox Quesada, quien, con su estilo chabacano, dijo que resolvería el problema de Chiapas “en 15 minutos”. Una vez que inició su gobierno, y sin moverle una coma, envió al Congreso de la Unión la iniciativa de ley elaborada por la Cocopa y aceptada por el EZLN. Pero todo fue un engaño, un artilugio con fines propagandistas.

Desde el 2 de diciembre, al segundo día de iniciada la nueva administración, el EZLN anunció que marcharía a la Ciudad de México en defensa de los Acuerdos de San Andrés y la iniciativa de la Cocopa. Que iría al Congreso de la Unión a plantear sus bondades. El gobierno foxista, por su parte, garantizó la seguridad en el trayecto. La Cruz Roja Internacional y diversas ONG’s (entre ellos los famosos monos blancos) formaron cinturones de seguridad para acompañar a los zapatistas.

El grupo rebelde inició su marcha el 24 de febrero, Día de la Bandera. “Como en 94, San Cristóbal se estremeció; 20 mil zapatistas recorrieron sus calles”, tituló La Jornada, al día siguiente. La concentración estuvo encabezada por el subcomandante Marcos.

Fue una marcha épica. Del 24 de febrero al 15 de marzo, La Jornada hizo la crónica puntual de los hechos, respaldada por una gran cantidad de imágenes y artículos de personalidades nacionales e internacionales, algunas de las cuales, incluso, se sumaron a la expedición zapatista. Tal fue el caso del portugués José Saramago, premio Nobel de literatura, o de Danielle Miterrand, viuda del expresidente francés Francois Miterrand, lo cual revelaba, con claridad, el impacto de este movimiento indígena en México y el mundo

Lo que ocurrió el 28 de marzo de 2001 tuvo una gran significación, pues además del golpe espectacular que representó la presencia de la dirigencia indígena en pleno –los 23 comandantes del EZLN—en las curules de primera fila de la Cámara de Diputados, ataviada con sus tradicionales capuchas, el mensaje principal e inesperado en voz de una mujer, la comandanta Esther, obtuvo el respaldo abrumador de los mexicanos, como pudo constatarlo una encuesta publicada por Reforma al día siguiente.

Según el diario capitalino –insospechable de abrazar la causa zapatista–, una proporción de mexicanos cercana al 100% simpatizaba o estaba de acuerdo en que se legislara sobre derechos indígenas. Además, quienes demandaban que esa legislación fuera la propuesta que elaboró la Cocopa rondaba el 80%.

Lo que sucedió fue muy distinto de lo que esperaban los zapatistas: el Congreso validó las reformas constitucionales en materia de derechos indígenas, pero modificó sustancialmente la propuesta original de la Cocopa, que surgió, a su vez, de los Acuerdos de San Andrés Larráinzar.

Las reformas contaron con el aval de las dos terceras partes de los legisladores mexicanos (incluido el voto a favor del PRD en el Senado, bajo la conducción de Jesús Ortega Martínez) en ambas cámaras del Congreso de la Unión, así como también con la aprobación de la mayoría de los congresos estatales. Sólo tres legislaturas, de entidades mayoritariamente indígenas –Chiapas, Oaxaca y Guerrero—votaron en contra.

De nueva cuenta, la clase política del país fallaba a sus pueblos originarios. El Estado nacional les dio otra vez la espalda. “Traición”, clamó el subcomandante Marcos, una vez que se consumó la reforma. Y anunció la ruptura de todo tipo de contactos con el gobierno por parte de la guerrilla zapatista. Esa ruptura se mantiene hasta la fecha.

El proyecto de ley que el EZLN defendió en la tribuna de la Cámara de Diputados el 28 de marzo de 2001, establece, entre otros puntos los siguientes:

‘Los pueblos indígenas tienen el derecho a la libre determinación, y como expresión de ésta, a la autonomía como parte del Estado, para: 1. Decidir sus formas internas de convivencia y de organización social, económica, política y cultural. 2. Aplicar su sistema normativo en la regulación y solución de conflictos internos, respetando las garantías individuales, los derechos humanos y, en particular, la dignidad y la integridad de las mujeres.

‘[Los pueblos indígenas] podrán elegir a sus autoridades y ejercer sus formas de gobierno interno de acuerdo a sus normas en los ámbitos de su autonomía, garantizando la participación de las mujeres en condiciones de equidad; fortalecer su participación y representación política de acuerdo con sus especificidades culturales; acceder de manera colectiva al uso y disfrute de los recursos naturales de sus tierras y territorios, entendidas éstas como la totalidad del hábitat que los pueblos indígenas usan u ocupan, salvo aquellos cuyo dominio directo corresponde a la nación’. [Los pueblos indígenas] ‘podrán adquirir, operar y administrar sus propios medios de comunicación’.

Por su parte, las reformas aprobadas, si bien prohíben en el artículo primero de la Constitución cualquier forma de discriminación, contienen varias diferencias respecto al proyecto de ley de la Cocopa. Entre ellas, las siguientes:

  • Quedó eliminada la fracción IX del artículo 115 de la propuesta de la Cocopa, que reconocía el respeto “al ejercicio de la libre determinación de los pueblos indígenas en cada uno de sus ámbitos y niveles en que hagan valer su autonomía, pudiendo abarcar uno o más pueblos indios, de acuerdo con las circunstancias particulares y específicas de cada entidad federativa”.
  • Las comunidades indígenas, en lugar de ser “entidades de derecho público” fueron reconocidas como “entidades de interés público”, lo cual es, simplemente, discriminatorio.
  • “El uso y disfrute colectivo de los recursos naturales de sus tierras y territorios” pasó a ser “uso y disfrute preferente de los recursos naturales de los lugares que habitan”.
  • Todo pueblo indígena, según la redacción de la Cocopa, se asienta en “un territorio que cubre la totalidad del hábitat que los pueblos indígenas ocupan o utilizan de alguna manera’” La ley aprobada no definió cuál era el territorio a demarcar y solamente llamó a “conservar y mejorar el hábitat y preservar la integridad de sus tierras en los términos establecidos en esta Constitución”.
  • “Las comunidades indígenas, como entidades de derecho público, y los municipios –según la redacción de la Cocopa– tendrán la facultad de asociarse libremente a fin de coordinar sus acciones”. En la ley aprobada, “las constituciones y leyes de las entidades federativas […] establecerán las características de la libre determinación y autonomía que mejor expresen la situaciones y aspiraciones de los pueblos indígenas en cada entidad, así como las normas para el reconocimiento de las comunidades indígenas como entidades de interés público” (El País, 30/04/2001).

Hay que decir las cosas por su nombre: Las reformas constitucionales de 2001 (que incluye el artículo 2 constitucional con sus apartados A y B, así como los artículos 1, 4, 18 y 115), si bien recogieron algunos planteamientos en materia de derechos indígenas, se alejaron por completo de las definiciones puntuales del proyecto original.

¿Por qué ocurrió esto? Porque, de haberse respetado el acuerdo, la devastación que han padecido en todo México las tierras ancestrales pertenecientes a las comunidades indígenas habría sido imposible. Simplemente no habría podido implementarse la política extractivista minera del periodo neoliberal, desarrollada impunemente por el gobierno en beneficio de múltiples empresas privadas nacionales y extranjeras.

Que el presidente AMLO retome hoy la columna vertebral de los Acuerdos de San Andrés Larráinzar para su propuesta de reformas constitucionales en materia indígena y pueblos afromexicanos, incluida la obligatoriedad de la consulta previa a las comunidades para que éstas aprueben o rechacen cualquier proyecto u obra que les ataña, es un tema de justicia social. Es colocar en primer lugar, como no ha sucedido en más de 500 años, a los pueblos originarios de lo que hoy conocemos como México.

Sin embargo, para que el Estado nacional honre en verdad la palabra empeñada en 1996, traicionada soezmente por Ernesto Zedillo, es necesario que estas reformas sean validadas por ambas cámaras del Congreso de la Unión. Hasta entonces, quizá, exista conciliación entre EZLN y la izquierda electoral que gobierna actualmente el país y que ha decidido adoptar como nombre y distintivo La Cuarta Transformación